Quisiera fotografiarlo, verle la cara, desenmascarar su identidad.
Se han barajado varios nombres. "Pulgas", pronunció Nora. "Arañas", afirmó Rose con ánimo de sentar cátedra. El más común de los mosquitos quedó unánimamente descartado. En eso logramos consenso, por lo demás seguimos sin saber con qué ácaro nos vemos ahora enfrentadas.
Cuanto más pequeño el enemigo, más tenaz y temible. Me he adaptado rápidamente a la convivencia con los arácnidos de proporciones descomunales. Mi teoría es que mientras el bicho y yo seamos mútuamente capaces de ubicarnos espacialmente, ambos pondremos de nuestra parte por no interferir en nuestros respectivos caminos.
Mucho menos idílica es mi relación con las hormigas. Al principio, me gustaba dejar un rastro de comida en mi escritorio para observar su organizado y diligente empeño logístico, la movilización estratégica de sus hordas. Incluso llegué a pensar en la posibilidad de una convivencia armónica, basada en un pacto de cordial y beneficiosa reciprocidad: yo les procuro el alimento y ustedes me dejan la mesa limpia como una patena. El acuerdo me funcionó durante un par de meses, mientras ocupaba una habitación en casa de Paul y Sabriye. Pero nuestro traslado al campus marcó el final de una era pacífica. Una plaga de minúsculas hormigas tomó posesión de todos nuestros enseres, perforando envases de celofán, cobijándose en las costuras de los colchones, anidando bajo el teclado de nuestros portátiles. Quise negociar una tregua amistosa, pero en vano. Nora, que no tiene paciencia para mis tonterías, llegó con su arsenal de armas químicas y en una sola noche les ganó la guerra.
Otra cosa son los mosquitos, para los que no tengo tanta compasión. Si se conformasen con chuparme la sangre, aún podría tolerarlos. Pero mi misericordia no alcanza a perdonar las noches en vela y los días de urticaria. Por ahora me defiendo con repelentes químicos, hasta que consiga agenciarme una buena mosquitera para mi cama.
Pero para el presente e invisible enemigo, todavía no tengo estrategia de combate. Esta noche casi no he pegado ojo, no tanto por el picor cuanto por el dolor de las picaduras. Siguen la línea de mi ropa interior, en el pliegue izquierdo de la ingle. Tras una minuciosa inspección de la zona afectada, he logrado autoconvencerme de que no tengo ladillas (aunque casi las prefiero al desconocimiento de lo que me está atacando). La inflamación me ha dejado la piel como una guindilla. Roja, ardiente y dura. Varias veces me he levantado para aplicarme crema, pero el frescor sólo me alivia durante un par de minutos. Hielo es lo que necesito, pero de momento no lo tengo a mi alcance.
No hay mal que por bien no venga. De mi pequeña desventura, he aprendido que vamos a necesitar un botiquín nutrido de ungüentos. También se me antoja necesario recibir un training en primeros auxilios y enfermedades tropicales.
Hipocondríaca, ¿yo? Noooo, qué va...
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