martes, 27 de marzo de 2012

Él y ella en Mysore

Como en los viejos tiempos, el miércoles nos echamos a la carretera en busca de tesoros. Hacía lustros que quería visitar el palacio de Mysore y no podía dejar escapar la oportunidad de hacerlo con mi antiguo compañero de aventuras.

Siguiendo las bienintencionadas recomendaciones de Amjad, optamos por ir en rickshaw hasta la estación de Banshankari, para pillar allí un autobús que nos llevase a la estación satélite de Kengeri, desde la que sale otro para Mysore cada cinco minutos. Parecía un buen plan, razonable, factible, sencillo, elemental.

Bien. Llegamos a Banshankari y preguntamos en taquilla qué autobús es el que nos corresponde. Nos indican la plataforma dos y el 65C. Bien, bien, bien. A primera vista, vamos bien encaminados.

Nos sentamos en un banquito de la plataforma dos y esperamos ilusionados. La ilusión nos dura aproximadamente quince minutos, pero la espera sigue. Y sigue. Y sigue. Esperar al 65C es como confiar en que te toque la bonoloto: siempre sale un número más arriba o más abajo, pero el tuyo, nunca. Y cuando sale, te falta el complementario. 

Vemos sucederse tandas y tandas de indios: colegialas con trenzas y lacitos, señoras con niqab negro, saris multicolores, un grupito de adolescentes apiñados en torno a la compañera guapa de clase, niñas con frufrú, cancán, lentejuelas, pulseritas y zapatitos de princesa (según Juni, de prostituta más bien), un padre perfectamente conjuntado con su pantalón a cuadros y su camisa a rayas, muchos barbudos, más bigotudos... Nos acompañan en el andén durante breves minutos, antes de subirse a un autobús rumbo a sus destinos. Y nosotros nos quedamos ahí sentados, viendo desfilar el mundo y pasar la vida.

Se nos está agotando la paciencia, pero no el buen humor. Comenta Juni: "si nos estuviesen controlando con una cámara oculta, ahora mismo seguro que habría un corrillo de indios pegados a un monitor y haciendo apuestas sobre cuánto tiempo más se van a quedar esperando los dos guiris". La respuesta ganadora: ¡una hora!

Cuando ya habíamos perdido toda esperanza de ver aparecer al mítico 65C, vemos llegar al... ¡6D! Vale, no coinciden ni el número ni la letra, pero tiene un letrero electrónico que nos ilumina con todas sus letras: "Kengeri Satellite Bus Station". ¡Aleluya! 

Al más puro estilo local, salimos disparados del asiento, nos lanzamos a la carretera sin mirar, jugándonos nuestra vida y la de un par de transeúntes, arrasamos con cualquier obstáculo que se nos ponga por delante,  saltamos triunfalmente al interior del autobús y corremos desaforados para pillar los últimos asientos libres. ¡Lo hemos logrado!

Viene el revisor a cobrarnos los billetes, pero nos dice que no, que no nos los vende, porque el autobús no va a la estación satélite de Kengeri. Le miramos con incredulidad, desconcierto y hasta cierto recelo, pero una pasajera mete baza y corrobora la noticia. Así que nos apeamos en marcha y volvemos, descorazonados, a la casilla de salida. A estas alturas, deben de estar riéndose de nosotros hasta los palomos.

Nos sentamos otro rato. Al Juni ya se le han pasado las ganas de ir a Mysore y me suelta que qué tal si nos vamos a casa a tomarnos unas claras o al centro a comprar sábanas. Esto último me llega al alma: hemos llegado al límite y hay que pasar a la acción ¡rápido! Le exorto a que no se mueva y me espere mientras voy a la taquilla a por otro número, porque ya está visto que el 65C nunca toca.

Después de unos diez minutos, vuelvo a nuestra dársena con nuevas recomendaciones: el autobús 410, con destino a Deepamjalinagar (o algo parecido). Juni me mira callado, con un aire de escepticismo resignado (sospecho que lo de las claras iba en serio), pero le recuerdo que ahora tenemos dos boletos y que, por lo tanto, han doblado nuestras posibilidades de salir victoriosos de la estación. En realidad, no me lo creo ni yo, pero a estas alturas me va la vida en llegar a Mysore.

Aparece un 410A, seguido de un 410C, pero ninguno va al satélite ni al Deepamjala ese. Ya estamos a punto de echarnos a llorar cuando, de pronto, ¿qué se nos aparece como espejismo en un desierto? ¿El 65C? ¡Nooooo! Otro 6D con su letrerito luminoso, de engañosas palabras rojas: "Kengeri Satellite Bus Station". Esta vez, resignados a la humillación, nos acercamos al conductor como dos pardillos, para hacer la pregunta absurda. Como solidarios que somos, la hacemos por turnos. Me lanzo yo primero: "oiga, perdone, ¿este autobús va a la estación satélite de Kengeri?". Pues no, el tipo me dice que no. Pregunta el Juni la mismísima pregunta al mismísimo maromo y esta vez resulta que sí, que sí que va. Durante los cinco segundos subsiguientes de perplejidad y aturdimiento, vemos como arranca nuestro (supuesto) autobús y se aleja irremediablemente de nuestra patética existencia.

Y esta fue la gota que hizo derramarse el vaso de mi impaciencia: "¡Ya no puedo más! Salgamos de aquí y pillemos un rickshaw...". El Juni, de puño prieto como siempre, hace unas averiguaciones con su "listófono" (neologismo personal para designar al smartphone ese que se ha puesto tan de moda) y me informa de que son unos 12 kilómetros... "Pues eso, no se diga más: ¡seis pa ti y seis pa mí!"

A la salida de la estación, nos esperaba una hilera de rickshaws con sus conductores frotándose las manos. Por fin estábamos en marcha y en cosa de diez minutos llegábamos a la famosa estación por tan solo 75 rupias. ¿Cómo que 75 rupias? O sea, que por ahorrarnos una mierda de 60 céntimos de euro por cabeza, hemos echado a perder toda la mañana. Definitivamente, somos unos genios. Es lo que tiene ser un viajero curtido por la experiencia...

Afortunadamente, el viaje terminó bien. Tres horas después de salir de la estación satélite (aproximadamente cinco horas después de salir de casa), llegamos sanos y salvos a Mysore. El palacio bien se merecía el palizón del viaje (más el de vuelta, que duró cuatro horas), superando ampliamente nuestras expectativas. 

¡Por fin en Mysore!

Lástima no tener buenas fotos para mostraros su esplendor, en parte porque llegamos a las 15:30 cuando el palacio nos quedaba a contraluz y en parte porque está estrictamente prohibido sacar fotos en su interior (que es lo más interesante de la visita). Así que tendréis que conformaros con mi parca y mediocre descripción (pero solo de momento, porque de aquí a un par de días, si Dios lo quiere y Juni se lo curra, os enlazaré su entrada, que seguro será mucho más detallada e informativa que la presente, por la de días que lleva documentándose y escribiendo borradores).


La entrada con audioguía (200 rupias para extranjeros, 20 para indios y residentes) te permite pasear por los amplios corredores y salones de la planta baja y primer piso: el resto del palacio (su mayor parte) queda vedado al público, pues aún sirve de residencia privada a los descendientes de los Marajás.

Uno de los doce templos del recinto

El pabellón nupcial, con sus columnas turquesas, sus preciosos azulejos florales y su techo de vidrieras, es uno de mis favoritos, aunque tampoco se le queda atrás el salón principal o "Public Durbar Hall", con sus grandiosos frescos, columnas, espejos, vidrieras, mármoles, marfiles y puertas cinceladas. 


En resumen, si alguna vez os encontráis en Karnataka, la visita a Mysore es absolutamente obligatoria. Me dicen que conviene hacer noche allí para contemplar el palacio iluminado a partir de las siete. En domingos y festivos, a esa misma hora, hay además un espectáculo de luz y sonido (habrá que volver a Mysore).

No hay comentarios: