Prosigo el relato de mi lucha contra las fuerzas ferreras del lado oscuro.
Viernes, 22 de junio:
Me presento al Ferrero por la mañana, con mi hoja de convocatoria y un fajo de fotocopias bien ordenadas: pasaporte, prueba de domicilio, contrato de trabajo, cartas del colegio, declaración de hacienda, tarjeta de identificación fiscal, fotos... Por si las moscas, lo llevo todo por triplicado. No me he dejado nada de nada.
Hago cola, me dan un número, espero, observo cómo una chica intenta explicarle al funcionario que no tiene hoja de convocatoria porque le ha sido imposible completar la página de registro en línea (atrapada en el bucle infinito, ¡bienvenida al club!) y cómo aquel le contesta, con voz cansina y mirada vacuna, que vuelva a intentarlo en el cíber de la esquina. Se apodera de mí un deseo de simpatizar con la novata y de compartir mi sapiencia, pero me llega el turno: el funcionario me revisa los documentos y me da luz verde para subir al primer piso, que es dónde se resuelven las vidas de los inmigrantes.
De momento,
parece que todo va sobre ruedas. Pero no me confío, porque sé muy bien
que estoy en una posición vulnerable. Hoy es el último día de validez de mi
visado. Si se me pasa el plazo, tendré que pagar unos
30 dólares de multa. El dinero huele a sangre: despierta instintos
pirañas. Seguro que encuentran alguna excusa para no concederme la prórroga. Como si lo viera.
Tomo asiento en la fila de espera que da a la ventanilla número uno, donde se vuelven a revisar las documentaciones. Hay mucha gente esperando y no me queda muy claro el sistema de canalización para tantas esperas. Aparentemente, esto va por turnos, porque hay una pantalla y se van llamando números. Aún así, el método me resulta confuso porque solo veo una pantalla para muchas ventanillas y, como muchos estamos sentados, no está muy claro quién espera para qué. No pasa nada: estoy entrenada para situaciones como esta. Como quien va a la pescadería, pregunto quién es el último para la ventanilla uno. Nos ponemos de acuerdo sobre nuestros rangos de prevalencia y a esperar sentados.
Por fin me toca y el de la ventanilla empieza a sacarle pegas a mis papeles. Me falta una hoja con un formato especial, que sirve para declarar mi sueldo. Le hago notar que el sueldo ya viene declarado en el contrato, en la carta del colegio y en la declaración de hacienda, pero eso no ayuda. Él tiene que verlo con el formato pre-establecido: cualquier otro formato enturbia la visibilidad y hace que las cifras parezcan borrones ilegibles.
Lo preocupante es que yo no tengo esa hoja, la del formato, porque en realidad mi colegio no me considera como su empleada, sino como una consultora, por lo que no pueden rellenar el dichoso formulario (pero esto no lo puedo mencionar, claro). Por si cuela, le digo que al ser profesora de español, no recae sobre mí el requisito de ganar un mínimo de 25.000 dólares anuales (lástima, no me vendrían mal), por lo que en realidad no tengo por qué demostrar mi salario, ni con pro-forma ni sin ella.
El hombre sigue atosigándome a preguntas. Algunas ni siquiera las entiendo: que dónde está el IT de mi organización, ¿el quééé? Como no entiendo lo que se me pide, lo intenta de otra manera. Me pregunta que si mi colegio es sin ánimo de lucro y le contesto que sí (aunque me cuesta creerlo, pero eso tampoco puedo decirlo). Por lo visto, él también tiene sus dudas: hace una llamada y frunce el ceño. Mal rollo a la vista. Por fin parece que se pone de mi parte: se le ocurre que como el año pasado ya me dieron una extensión, igual encuentran el IT ese en mi historial. Me dice que me siente y que espere. Hay esperanzas.
No estoy sola. En la cola me he encontrado con Ignasi, un catalán con 30 años de experiencia ferrera a sus espaldas. Nos habíamos conocido unos meses atrás y hasta había estado en su casa comiendo paella. Ya es casualidad (o cosa del destino) que coincidiéramos esa mañana en el Ferrero. Fue una suerte, porque charlando, charlando, se nos hizo amena la espera.
Por fin, me llama el de la taquilla número uno. Me devuelve mis papeles con una sonrisa, restaurando así mi fe en la humanidad: un funcionario ha encontrado la manera de ayudarme, saltándose sus reglas burocráticas, y no solo eso, sino que además ha ejercitado quince músculos faciales para expresar simpatía. Casi me salta una lágrima.
Mientras hago cola en la taquilla número dos, echo un vistazo a los comentarios que el primer funcionario ha escrito en mi expediente. No me lo puedo creer: recomienda que no me concedan la extensión de mi visado por irregularidades del contrato. Mi fe se derrumba. La sonrisa era diabólica. He dado con el puto Darth Vader de la administración pública.
El de la taquilla dos me dice que mis papeles pintan mal y que vaya a enseñárselos al de la taquilla tres. Este me cuenta lo mismo que sus predecesores: que mi contrato contiene vaguedades inadmisibles y que esas vaguedades pueden encubrir actividades para las que no estoy autorizada. Le juro y perjuro que yo solo me dedico a dar clases de español, pero nada: no le gusta que haya firmado un contrato que estipula que "las condiciones pueden cambiarse mediante acuerdo de las partes" o que "el colegio puede requerir mi ayuda para tareas razonables, como en el caso de eventos o programaciones especiales". Insisto en que no se habla de actividades estratégicas, sino de arrimar un poco el hombro cuando los niños van a hacer una representación, maquillándolos por ejemplo, o haciendo carteles para decorar la clase, o simplemente acompañándoles... Pues nada, que no hay manera.
Le hago notar que el contrato es el mismo que el de los dos años anteriores, que lo único que cambia son las fechas y el estipendio, pero que por todo lo demás, los contratos son idénticos hasta en las comas. ¿Cómo es posible que por dos años no tuviesen problemas con mi contrato y ahora sí? Me contesta que el año pasado era el año pasado y que este año es este año. Así queda sentenciado mi destino: he de volver el lunes con el contrato corregido y pagar la multa por moratoria. Lo sabía, lo sabía.
Claudico. Le digo que vale, que el lunes vuelvo. Le pregunto si hay alguna pega más, no sea que el lunes se den cuenta de que me falta algún otro requisito. Me dice que no, que venga con el contrato nuevo y que con eso ya estará todo claro. Con eso y con la multa, por supuesto.
Lunes, 25 de junio:
Me presento de buena mañana, como siempre. Tengo en mi poder un contrato despojado de cláusulas ambíguas y una billetera llena de rupias a reventar: hoy seguro que lo consigo.
Sorpresa, sorpresa: el imperio contra-ataca. Se me ha caducado el visado y ahora es preciso que presente un informe de la policía, certificando que yo soy quien digo que soy, que vivo donde digo que vivo y que no se me conoce ninguna actividad recriminable bajo la jurisdicción de este país. Con que otro viaje en balde y otro día perdido.
Martes, 26 de junio (hoy):
Me presento de buenísima mañana: consigo el número 32, que no está nada mal. Incluso me da tiempo a desayunar unos idlis antes de que empiecen a llamar números. Estoy hecha una profesional de las colas ferreras. Sé con quién tengo que hablar y hasta me reconocen los funcionarios Sith. Incluso Darth Vader se acuerda de mí. Vuelve a leer mi contrato con lupa, pero esta vez me da el visto bueno. O eso parece. En su hoja de comentarios, pone que me den la prórroga hasta el 7 de marzo. Le digo que debe de ser un error, porque yo la he solicitado hasta el 7 de mayo, que es cuando caduca mi pasaporte. Sonrisa capulla: no, no se puede. El visado solo se puede conceder hasta dos meses antes de la fecha de caducidad del pasaporte: "Vaya a llorar a la ventanilla dos".
El de la dos me manda hablar con la señora de la ventanilla tres. Le explico mi problema: mis vacaciones no empiezan hasta abril y la escuela me necesita hasta finales de marzo. Me da una hoja para que escriba una carta con mi petición y se la enseñe al comisario. Este me firma una autorización para que me den el visado hasta el 31 de marzo. Soy feliz. No solo porque me van a dar el visado, sino porque ahora sé que estaré en España para el cumple de mi madre, el 2 de abril. No podría haberme salido mejor la jugada.
Resumiendo una larga jornada: después de esperar mucho (por cierto, de nuevo acompañada por Ignasi, ya que a él también le volvieron a convocar para este martes), de soltar la pasta (8550 rupias, que en realidad han sido 8600 por gastos del banco) y de volver a esperar otro buen rato (porque para recoger el visado, te hacen regresar por la tarde), ¡por fin tengo un nuevo sello en mi pasaporte!
Ni que acabase de dar a luz. Veo la nueva fecha de mi visado y me da tal subidón de endorfinas, que me olvido por completo de las esperas, de las idas y venidas al Ferrero, de la sonrisa mezquina, de la sangría y del calvario burocrático de las dos últimas semanas.
Me despido de Ignasi, al que todavía le toca esperar hasta las cuatro y media (lo suyo era bastante más complicado, pero al final también se ha solucionado: ¡hoy gana la Orden Jedi!). Me despido también del Ferrero: ¡Hasta la vista fuerzas del lado oscuro! ¡No nos volveremos a ver hasta el año que viene!
Me subo a un rickshaw, porque puesta a derramar rupias, ya paso de pillar autobuses. Me urge llegar a casa, quitarme los zapatos y echarme una buena siesta.
Llego a casa, me quito los zapatos, me tumbo en el sofá, cierro los ojos y... suena el teléfono. ¿Quién será? ¡Noooo! Son los del Ferrero, que ya me echan de menos. Me preguntan que dónde estoy. ¿Pues dónde voy a estar? ¡En mi casa! Me dicen que tengo que volver, que se me ha olvidado recoger mi permiso de residencia. Malditas endorfinas.
Pues nada, que mañana por la tarde, después de clase, vuelvo al Ferrero...