Hace cosa de un par de semanas me despertaba sobresaltada y bañada en sudor, después de tener una pesadilla en la que corría angustiada "para no perder mi vuelo por segunda vez". No sé cuál podría ser la interpretación freudiana de mi sueño, pero sí conozco la de Augusto, el papá de Juan Pablo. Según él, este sueño mío es señal inequívoca de que mi destino está en Colombia y de que no debería abandonar nunca este país. Pues no sé si será verdad, pero el caso es que aquí estoy todavía y por motivos de fuerza mayor.
El pasado sábado 24 de mayo, un día antes de mi vuelo a Madrid, me fui con otras 39 personas de la fundación a pasar el día en Restrepo, una finca campestre a tres horas de Bogotá. Se trataba de realizar una convivencia para reforzar los lazos entre el personal de las sedes regionales y la central de Bogotá, al tiempo que se aprovechaba la ocasión para celebrar el cumpleaños de nuestro arquitecto Felipe y, de paso, también un par de despedidas.
La fiesta estuvo llena de alegría, aguardiente y alguna que otra sorpresa, como la del terremoto (corrijo, "temblor", según mis curtidos amigos colombianos) de una intensidad del 5.5 en la escala de Richter. Sucedió sobre las 2:20 de la tarde, justo después de machucarnos un delicioso churrasco llanero. Yo estaba de cuclillas, tratando de dar los restos de mi comida al perro de la finca, cuando de pronto vi la tierra moverse de forma lateral, de atrás hacia adelante, durante lo que calculo fueron unos doce segundos.
Los bogotanos viven con la paranoia de un próximo gran seísmo en la región de Cundinamarca, que por lo visto lleva ya más de una década de retraso, por lo que todos se precipitaron a llamar a sus casas pensando que el terremoto habría arrasado con la capital. Afortunadamente, aprendimos por radio que el epicentro no había estado en Cundinamarca sino en el departamento de Meta, precisamente donde nos encontrábamos nosotros. Las víctimas mortales fueron relativamente pocas. Murieron once personas, aplastadas en sus coches por los derrumbamientos producidos en los túneles de carretera: los mismos por dónde nosotros habíamos pasado un par de horas antes...
Fueron más de doce los derrumbamientos, por lo que enseguida quedó cortada la carretera por la que teníamos que regresar a Bogotá. El diluvio que cayó durante las noches siguientes al seísmo dificultaron las operaciones de limpieza de escombros, por lo que no pudimos regresar a nuestras casas hasta tres días más tarde.
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Eso sí, lo que empezó como una crisis humanitaria, pronto se transformó en una auténtica colonia de vacaciones para adultos: no faltaron ni la hoguera, ni el corrillo del guitarrista, ni las historias de miedo contadas a medianoche, ni los partidos de fútbol y balón volea, ni los juegos de cartas, ni los bailes... ¡y hasta terminamos nuestra aventura con un concierto llanero!
Una vez más se confirma el dicho. No hay mal que por bien no venga. Este fin de semana he descubierto que algunos sueños pueden ser premonitorios, que me gusta el aguardiente y que para bailar con salero salsa, vallenato y reguetón, necesitaría quedarme por lo menos un par de años más en Colombia. De momento y visto que mi vuelo de partida ha quedado aplazado hasta el 10 de junio, tendré que aprovechar este par de semanas vacacionales extra para agenciarme un cursillo intensivo.
A ver lo que se hace...
Aquí os cuelgo unas cuantas fotos tomadas entre el 24 y 26 de mayo, dando fe de lo terrible y traumática que fue nuestra vivencia de la tragedia:
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