viernes, 2 de marzo de 2012

La última gota

Esta semana el colegio está de exámenes y nuestras impresoras, que en cualquier tiempo normal ya carburan más que las de una tienda reprográfica, han estado echando humo. Por supuesto, para cuando yo fui a recoger mis fotocopias, me llevé la "sorpresa" de que no estaban listas porque... ¡se había agotado el cartucho de la tinta! Es curioso que una institución que depende tanto de la reproducción de material fotocopiable, espere a que se acabe hasta la última gota de tinta para reponer cartuchos. Ante esta pequeña crisis la solución ha sido esperar a que los distribuidores de cartuchos pasen a reponer tinta más tarde. Y quien dice más tarde, dice mañana. O pasado.

Es curioso, sí. Pero no sorprendente. El que las mercancías por su consumo se agoten, en este país es un fenómeno imponderable. Por lo visto, ese gran invento que es el inventario todavía no ha llegado a estas latitudes. Conste que lo de la tinta es solo un pequeño detalle sin importancia, pero refleja bastante bien cómo funcionan las cosas aquí.

Otro ejemplo más, para que veáis que la falta de previsión no es algo propio de mi colegio, sino tónica general en la India. El otro día, fui a cenar con mis amigas a Nandos, un restaurante pseudo portugués. Elegimos este restaurante por dos razones: una, porque a esta servidora le apetecía probar los pastelitos de nata (o su sucedáneo) y dos, porque a mis Anas, lo único que les pide el cuerpo después de una dura jornada de trabajo es una buena cerveza. Y es que Nandos es uno de los pocos restaurantes de la zona con licencia para servir alcohol (este tema da para otro post, pero lo dejo para otro día, porque ahora mismo no viene a cuento).

Así que para allá vamos, a pedir pollo piri-piri y un par de cervezas. Cuál fue nuestra "sorpresa" cuando el camarero nos anunció que... se les había acabado la cerveza y que tardarían unos cuatro o cinco días en reponer mercancía. Lo dicho, un fenómeno imponderable.

Esto me lleva a un tema que me viene hirviendo la sangre desde hace algún tiempo y que hoy me he decidido a ventilar: la incompetencia.

Decía el poeta León Felipe que "para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve... cualquiera, menos un sepulturero" (versos de "Romero solo"). ¡Qué gran verdad! En este país, está claro que si quieres que algo salga bien, lo último es contar con los servicios de un profesional.

Esto me recuerda un comentario que me hizo Seema en el coche, un lunes por la mañana de camino al trabajo. Estaba molida porque se había pasado el fin de semana limpiando a fondo ventanas y mosquiteras. Esto me sorprendió, porque cualquier familia india de clase media siempre cuenta con una legión de personas para ocuparse de las tareas domésticas. La misma Seema me había explicado que en su casa venía una señora para hacer la comida, otra señora para limpiar el suelo, otra señora para limpiar el polvo y un señor para planchar camisas y pantalones. Así que le pregunté cómo no había llamado al especialista de limpiar ventanas y su respuesta, aunque prosaica, vino a decirme lo mismo que el poeta: "uy no, quita, quita, en este país, si quieres que algo te quede bien lo tienes que hacer tú mismo".

Una imagen vale más que mil palabras, así que para corroborar este argumento os invito a un pequeño tour de mi casa .


Esta foto no está torcida: lo torcido es el enchufe. ¿Para qué usar una escuadra cuando las cosas se pueden hacer a ojo?


En el gremio de la fontanería tampoco se usa la geometría. Observad esta foto: ¿no os resulta curioso que el grifo no se encuentre a mitad de la pila? No sé de qué me quejo: es mucho más divertido fregar los platos cuando puedes salpicar toda la pared y el suelo. Lástima que para pintar la cocina, los constructores no hayan optado por una pintura plástica, cien por cien lavable e impermeable...

Hablando de pintura, la de la habitación empezó a mellarse a los dos días de estrenar el piso. Hoy haríamos la vista gorda, pero en su día decidimos que era mejor informar al dueño. Así que este nos envió al pintor y el resultado fue peor que la grieta.


¿Necesitáis más ejemplos?

Durante nuestras vacaciones en Kerala, mi madre y yo nos apuntamos a la cena de nochebuena de nuestro hotel. El programa incluía un cóctel de bienvenida, bufé abierto, concierto clásico y espectáculo de baile bollywood.

Pues bien:

- El cóctel: al llegar a nuestra mesa, ya nos esperaba allí algo parecido a sangría, servido en un vasito de papel que de haber sido de acero podría haber servido de dedal. En seguida se nos acercó un camarero con la lista de cócteles y pedimos unos mojitos, pensando que lo de la sangría era un mero preámbulo a la bienvenida verdadera. JA. Después de mal comidas y bien bebidas, el mismo camarero vino a informarnos de que los mojitos no estaban incluidos en el precio de la entrada.

- El bufé: de todas las exquisiteces que se nos proponía, la más apetitosa, sin lugar a dudas, era el plato de patatas fritas. El hotel debió de prever la popularidad de este manjar, porque la bandeja no venía acompañada de pinzas con las que una pudiera servirse. De nuevo apareció un camarero, poco menos que "fraqueado" para la ocasión, que me sirvió con la ayuda de una cuchara. No me refiero a un cucharón o espátula, sino a una cuchara sopera ordinaria. Ni siquiera dos cucharas, para operarlas como pinzas. Así que las patatas fritas iban cayendo de dos en dos en mi plato y a la tercera servida, se produjo un embarazoso silencio con el que el camarero me indicaba que ya tenía mi ración de patatas y que fuese circulando hacia la pota de arroz hervido.

- El concierto: duró unas cuatro horas mortíferas, que se vieron amenizadas por la incursión de los bailarines, que vinieron a preparar su escenario mientras los otros tocaban. Tenían un numerito muy bonito que precisaba de una cuerda colgante a mitad del escenario, para cuyo amarre tuvieron que trepar a unos cocoteros. Lo suyo hubiera sido montar todo el tinglado antes del espectáculo, pero aquí se espera siempre hasta el último minuto para hacer las cosas. Eso sí, por una vez, creo que todo el público asistente agradeció la intromisión porque, seamos sinceros, lo de la música tradicional india va bien un rato, pero después de un par de horas con la gaita, como que te entran pensamientos homicidas.

- El baile: fue lo mejor. Sobre todo la parte en que los cinco bailarines se reunían en corrillo para decidir qué iban a bailar a continuación y, entre dos numeritos, corrían a esconderse detrás del escenario para intercambiarse los pantalones, creando así la ilusión de un cambio de vestuario (seguro que fui yo la única en percatarse). Por cierto, los músicos (antes de volver a la carga) se desquitaron de los bailarines dejando todos sus instrumentos sobre el escenario: arrimados al borde de la tarima, lo justo para molestar sin impedir el espectáculo.

Podría seguir, pero creo que ya me he desahogado lo suficiente. Pero no todo es negativo. Con el pasar de los años, he logrado convencerme de que incluso la falta de profesionalismo entraña algunas virtudes. No todo tiene que ser perfecto. Los indios no se suelen alterar tanto como nosotros y son mucho más flexibles. Por más caótico que sea el proceso, al final las cosas salen. Bueno, salen como salen, pero salen.

También me gusta (hasta cierto punto) la calma con que se toman todo. Por ejemplo, si vas a correos a la hora de comer, te encuentras con que todos los empleados están almorzando en una gran mesa al fondo de la oficina. Te toca esperar a que acaben, porque no se les ha ocurrido implementar un sistema de turnos. O tal vez sí se les haya ocurrido, pero puede que se valore más la felicidad de los funcionarios que su eficiencia (claro que esta filosofía solo debe de valer para los establecimientos públicos, porque según lo que me cuentan mis Anas, lo que es en las pymes, la felicidad del empleado al empresario se la sopla).

Por lo general, aquí nadie se sulfura por nada (la excepción es al volante). Los plazos no suelen cumplirse y nadie se inmuta: si no haces algo como tocaba, metes una excusa y todos tan frescos. Termino con una anécdota divertida, que me contó Mughda, la profe de alemán. Un ingeniero indio se fue a trabajar a Japón (esto empieza como un chiste, pero la historia es verídica: el ingeniero es amigo de Mughda) para una breve misión. Lamentablemente, el ingeniero indio se quedó dormido y no pudo llegar a tiempo a una reunión importante. Así que se disculpó y les metió a los japoneses un cuento chino: que había intentado llamarles para avisarles de un contratiempo, pero que no les entró la llamada. A los japoneses se les cayó la cara de vergüenza e inmediatamente mandaron revisar de arriba abajo todo el sistema de telefonía de su compañía. Sobra decir que nunca encontraron el problema...

1 comentario:

*Anaí* dijo...

Suscribo, qué te voy a contar... incluso lo de que oye, al final, viven mucho más tranquilos. Deberías estar orgullosa de mí, ya casi no me quejo.

Por cierto, ayer conocimos al trajeado y fiestero dueño del Nando's, al que nada más ser presentadas Ana dijo: pues la última vez que estuvimos allí no había cerveza. La excusa: que se les había acabado justo la licencia, pero que ahora van a conseguir una que les deje vender alcohol a mediodía también. Habrá que verlo. (Un personaje, de todas formas).

PS: Tengo una amiga que asegura haber leído que las personas que escuchan a menudo música de gaita sufren más ataques al corazón que las demás. Igual también son más propensas al suicidio, todo puede pasar. Increíbles tus noches en Kerala :P