Como
muchos católicos, yo lo soy sólo de “denominación de origen” y porque
así me declararon en la pila bautismal. El credo apostólico romano no ha
logrado hacer mella en mi alma ni por educación, ni por vocación, ni
por tradición familiar. No por ello soy menos cristiana, ni estoy menos
comprometida con mi búsqueda espiritual.
Al contrario, siempre me ha interesado el tema de lo divino y a menudo me enzarzo con gusto en conversaciones teúrgicas. Mi curiosidad me ha llevado a frecuentar y partir peras con toda clase de devotos, desde numerarios del Opus Dei a protestantes anglicanos, pasando por baptistas, luteranos, testigos de Jehová, musulmanes, judíos, budistas y otros muchos profesantes de la fe.
El
año pasado, gracias a mi amiga Heather Joy, se unieron a mi catálogo
los “cristianos científicos”. Mi supina ignorancia me llevó a
confundirlos con la Iglesia de la “Cienciología”, cuyos adscritos más
famosos son Tom Cruise y John Travolta, pero Joy no tardó en sacarme del
error.
La
iglesia de los cristianos científicos, que hoy día cuenta con unos
400.000 seguidores, mayoritariamente repartidos en ese gigantesco crisol
de confesiones y fervores que son los Estados Unidos, fue fundada en
Boston, en 1879, por Mary Baker Eddy. La principal línea de pensamiento
de este grupo cristiano consiste en rechazar cualquier intervención
médica en sus procesos curativos. Para hacer frente a cualquier
enfermedad, sus únicos aliados son la fe, la oración y la lectura de las
Santas Escrituras.
El
movimiento surgió a raíz de la milagrosa curación de Mary Baker que, ya
desahuciada por médicos y cirujanos, desde su lecho de muerte mandó que
le trajesen una Biblia. Abrió el libro al azar y sus ojos dieron con
Mateo, versículo 9.2:
“Y
sucedió que le trajeron un paralítico, tendido sobre una cama; y al ver
Jesús la fe de ellos dijo al paralítico: Ten ánimo, hijo, tus pecados
te son perdonados”.
Apenas
hubo terminado de leer las palabras del apóstol, Mary se sintió con
fuerzas para levantarse de la cama, empezando así su prodigiosa
recuperación.
Desde
ese día, se convirtió en una ferviente estudiante de la Biblia, cuya
palabra llevó a otros muchos desahuciados, obrando con su fe otros
tantos milagros curativos. Pronto se formó a su alrededor un corro de
admiradores, que solicitaban el secreto de sus sanaciones. Mary lo dejó
por escrito en su libro, “The Elements of Christian Science”, que hoy es piedra angular de su iglesia.
Tras unos momentos de ponderado silencio, me atreví a preguntarle a Joy: “Entonces, eso quiere decir que si tus padres se ponen enfermos… ¿no se dejarán ver por ningún médico? ¿No irán a un hospital?”
.
“No,
de ninguna de las maneras. Incluso han firmado un documento legal para
impedirnos a sus hijos que les llevemos a un hospital si algún día
perdiesen el juicio o tuviesen que depender de nuestra voluntad”.
.No
voy a pretender que tan decimonónica determinación no se me hiciese en
su día disparatada, aunque su postura me resulte hoy algo menos
chiflada.
Si
uno piensa en lo que era la medicina del siglo XIX, no es de extrañar
que los enfermos terminales entonces tuviesen mayores esperanzas de
restablecimiento fuera que dentro de los dispensarios. En su lealtad al
juramento hipocrático, los médicos de la época no dudaban en prescribir
tratamientos que ellos mismos calificaban de “heroicos”. En el campo de
la psiquiatría, el tratamiento principal de la histeria era la
“electroterapia”, a menudo infligiendo quemaduras, mareos o defecaciones
a sus pacientes.
.
Otras
curas consistían en impedir la respiración del enfermo, golpearlo con
toallas mojadas, someterle a duchas de agua fría, insertarle tubos por
el recto, aplicarle hierros calientes en la columna vertebral, practicar
ovariotomías y cauterizaciones del clítoris (aunque con menor
frecuencia, éstas también se aplicaban a los genitales masculinos).
.Visto así, yo tampoco dudaría en convertirme al cristianismo científico.
Quiero resaltar que la información antedicha (cuya fuente es la sexta edición del manual de “Historia de la Psicología”
de Thomas H. Leahey) no era práctica exclusiva de matasanos y
curanderillos. El ilustre y respetado Sigmund Freud también hizo gala de
cierta “heroicidad” en su praxis.
Este párrafo, tomado igualmente del Leahey, nos cuenta uno de sus famosos casos clínicos:
“Freud
tenía una paciente llamada Emma Eckstein, que sufría dolores de
estómago e irregularidades menstruales. (…) Freud consideraba la
masturbación como un agente patógeno y, aparentemente, coincidía con
Fliess en que la masturbación causaba problemas menstruales. Además,
Fliess defendía que las intervenciones quirúrgicas nasales podían
eliminar la masturbación y, por lo tanto, los problemas que ésta
causaba. Freud hizo venir a Viena a Fliess para que operara la nariz a
Emma Eckstein”.
No sé cómo le quedaría la rinoplastia a esta pobre mujer, pero la historia sigue así:
“(…)
la recuperación postoperatoria no fue bien. Eckstein sufrió dolores,
hemorragias y supuraciones. Finalmente, Freud recurrió a un médico
vienés que sacó de la nariz de Emma medio metro de gasa que Fliess, en
su incompetencia, se había dejado dentro”.
Puestos
en la piel de Emma, ¿a manos de quién desearíais confiar el tratamiento
de vuestros dolores menstruales? ¿A Mary Baker Eddy? ¿O a sus
contemporáneos Freud-Fliess?
.
.
Algunos objetarán (y yo con ellos) que la ciencia ha evolucionado mucho desde el siglo XIX y que los médicos de hoy se merecen nuestra máxima confianza (aunque no sé si estaría yo muy tranquila en la sala de espera de cierta consulta de Leganés).
Pero,
pensándolo bien, nuestras quimioterapias no son tan diferentes de los
tratamientos heroicos de antaño, a menudo causando mayores sufrimientos
que salvaciones. Algún día no tan lejano, tal vez los hijos de nuestros
nietos lleguen a juzgarlas de aberración clínica, pero hoy por hoy
¿quién se atreve a apostar por otros remedios frente a un pronóstico
mortal?
Al fin
de cuentas, todo se reduce a una cuestión de fe. A nadie hace daño un
rayo de esperanza y no hay que olvidar que los milagros realmente
existen, ya sean cristianos o científicos.
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