viernes, 7 de marzo de 2008

Milagros

Como muchos católicos, yo lo soy sólo de “denominación de origen” y porque así me declararon en la pila bautismal. El credo apostólico romano no ha logrado hacer mella en mi alma ni por educación, ni por vocación, ni por tradición familiar. No por ello soy menos cristiana, ni estoy menos comprometida con mi búsqueda espiritual.

Al contrario, siempre me ha interesado el tema de lo divino y a menudo me enzarzo con gusto en conversaciones teúrgicas. Mi curiosidad me ha llevado a frecuentar y partir peras con toda clase de devotos, desde numerarios del Opus Dei a protestantes anglicanos, pasando por baptistas, luteranos, testigos de Jehová, musulmanes, judíos, budistas y otros muchos profesantes de la fe.

El año pasado, gracias a mi amiga Heather Joy, se unieron a mi catálogo los “cristianos científicos”. Mi supina ignorancia me llevó a confundirlos con la Iglesia de la “Cienciología”, cuyos adscritos más famosos son Tom Cruise y John Travolta, pero Joy no tardó en sacarme del error.

La iglesia de los cristianos científicos, que hoy día cuenta con unos 400.000 seguidores, mayoritariamente repartidos en ese gigantesco crisol de confesiones y fervores que son los Estados Unidos, fue fundada en Boston, en 1879, por Mary Baker Eddy. La principal línea de pensamiento de este grupo cristiano consiste en rechazar cualquier intervención médica en sus procesos curativos. Para hacer frente a cualquier enfermedad, sus únicos aliados son la fe, la oración y la lectura de las Santas Escrituras.

El movimiento surgió a raíz de la milagrosa curación de Mary Baker que, ya desahuciada por médicos y cirujanos, desde su lecho de muerte mandó que le trajesen una Biblia. Abrió el libro al azar y sus ojos dieron con Mateo, versículo 9.2:

“Y sucedió que le trajeron un paralítico, tendido sobre una cama; y al ver Jesús la fe de ellos dijo al paralítico: Ten ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados”.

Apenas hubo terminado de leer las palabras del apóstol, Mary se sintió con fuerzas para levantarse de la cama, empezando así su prodigiosa recuperación.

Desde ese día, se convirtió en una ferviente estudiante de la Biblia, cuya palabra llevó a otros muchos desahuciados, obrando con su fe otros tantos milagros curativos. Pronto se formó a su alrededor un corro de admiradores, que solicitaban el secreto de sus sanaciones. Mary lo dejó por escrito en su libro, “The Elements of Christian Science”, que hoy es piedra angular de su iglesia.

Tras unos momentos de ponderado silencio, me atreví a preguntarle a Joy: “Entonces, eso quiere decir que si tus padres se ponen enfermos… ¿no se dejarán ver por ningún médico? ¿No irán a un hospital?”
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“No, de ninguna de las maneras. Incluso han firmado un documento legal para impedirnos a sus hijos que les llevemos a un hospital si algún día perdiesen el juicio o tuviesen que depender de nuestra voluntad”.
.No voy a pretender que tan decimonónica determinación no se me hiciese en su día disparatada, aunque su postura me resulte hoy algo menos chiflada.

Si uno piensa en lo que era la medicina del siglo XIX, no es de extrañar que los enfermos terminales entonces tuviesen mayores esperanzas de restablecimiento fuera que dentro de los dispensarios. En su lealtad al juramento hipocrático, los médicos de la época no dudaban en prescribir tratamientos que ellos mismos calificaban de “heroicos”. En el campo de la psiquiatría, el tratamiento principal de la histeria era la “electroterapia”, a menudo infligiendo quemaduras, mareos o defecaciones a sus pacientes.
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Otras curas consistían en impedir la respiración del enfermo, golpearlo con toallas mojadas, someterle a duchas de agua fría, insertarle tubos por el recto, aplicarle hierros calientes en la columna vertebral, practicar ovariotomías y cauterizaciones del clítoris (aunque con menor frecuencia, éstas también se aplicaban a los genitales masculinos).
.Visto así, yo tampoco dudaría en convertirme al cristianismo científico.

Quiero resaltar que la información antedicha (cuya fuente es la sexta edición del manual de “Historia de la Psicología” de Thomas H. Leahey) no era práctica exclusiva de matasanos y curanderillos. El ilustre y respetado Sigmund Freud también hizo gala de cierta “heroicidad” en su praxis.

Este párrafo, tomado igualmente del Leahey, nos cuenta uno de sus famosos casos clínicos:

“Freud tenía una paciente llamada Emma Eckstein, que sufría dolores de estómago e irregularidades menstruales. (…) Freud consideraba la masturbación como un agente patógeno y, aparentemente, coincidía con Fliess en que la masturbación causaba problemas menstruales. Además, Fliess defendía que las intervenciones quirúrgicas nasales podían eliminar la masturbación y, por lo tanto, los problemas que ésta causaba. Freud hizo venir a Viena a Fliess para que operara la nariz a Emma Eckstein”.

No sé cómo le quedaría la rinoplastia a esta pobre mujer, pero la historia sigue así:

“(…) la recuperación postoperatoria no fue bien. Eckstein sufrió dolores, hemorragias y supuraciones. Finalmente, Freud recurrió a un médico vienés que sacó de la nariz de Emma medio metro de gasa que Fliess, en su incompetencia, se había dejado dentro”.

Puestos en la piel de Emma, ¿a manos de quién desearíais confiar el tratamiento de vuestros dolores menstruales? ¿A Mary Baker Eddy? ¿O a sus contemporáneos Freud-Fliess?
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Algunos objetarán (y yo con ellos) que la ciencia ha evolucionado mucho desde el siglo XIX y que los médicos de hoy se merecen nuestra máxima confianza (aunque no sé si estaría yo muy tranquila en la sala de espera de cierta consulta de Leganés).

Pero, pensándolo bien, nuestras quimioterapias no son tan diferentes de los tratamientos heroicos de antaño, a menudo causando mayores sufrimientos que salvaciones. Algún día no tan lejano, tal vez los hijos de nuestros nietos lleguen a juzgarlas de aberración clínica, pero hoy por hoy ¿quién se atreve a apostar por otros remedios frente a un pronóstico mortal?

Al fin de cuentas, todo se reduce a una cuestión de fe. A nadie hace daño un rayo de esperanza y no hay que olvidar que los milagros realmente existen, ya sean cristianos o científicos.

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