Imagino
el lugar en el que se cumplen nuestros deseos como una inmensa
centralita apenas visible tras una maraña de cables de mil colores,
operada por un funcionario alado y una cohorte de becarios.
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Cada
segundo les entra una nueva entrega de cartas a los Reyes Magos, que
han de procesar con máxima presteza. Despachan con presura y sin pausa:
primero se registran las cartas por orden de llegada, luego se descifran
las peticiones y se van haciendo montoncitos por categorías, cada
montón se asigna a un grupo de operarios, cada cual más afanado en la
búsqueda del cable correspondiente a cada deseo, para finalmente
enchufarlo a la toma de su destinatario.
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Los
ángeles nunca duermen. Tras un deseo llega otro, y otro, y otro, y
otro. La cadena jamás se interrumpe, el ciclo es constante, infinito,
circular, pero no perfecto. De vez en cuando, se cuela algún que otro
fallo en el sistema, se cruzan un par de cables y una felicidad, que no
nos correspondía, nos llega caída del cielo.
Hoy
se cumplen diez años desde aquella primera cita. Hacía un par de
semanas que se pasaba por la cafetería todos los mediodías. No consumía
mucho. A veces me pedía un té, otras un boli para resolver los
crucigramas del periódico, otras simplemente la hora. Un día me hizo una
pregunta que no pillé a la primera - aún no llevaba ni dos meses
viviendo en Irlanda y mi inglés daba para muy pocos imprevistos -, así
que se la hice repetir. Me estaba pidiendo mi nombre.
La
semana siguiente a nuestras torpes presentaciones fue de continuo
sobresalto y estado máximo de alarma. Viene, no viene, por qué no viene,
es la una, ya no vendrá, qué le habrá pasado, le veo, está sentado en su
mesa, me mira, no me mira, por qué no me llama, está leyendo, qué le
pasa, pruebo a acercarme, qué hago, qué le digo, que no mire para
arriba, que no mire para arriba… “Hi… what are you reading?” (Hola, ¿qué lees?).
“Una novela” – me enseña la portada -, “no es muy buena… ¿a qué hora terminas de trabajar?”
“A las tres”
“Yo termino a las cinco, ¿haces algo esta tarde?”
“Sí, tengo planes… pero estoy libre mañana”
Dieron
las cinco de la tarde del 20 de marzo de 1998 y yo tenía un nudo en el
estómago. Él me gustaba mucho, pero saltaba a la vista que era demasiado
joven, así que me prometí a mí misma que no pasaría de ser flor de un
solo día. Sin embargo, en el vergel de mis promesas incumplidas, aquel
galán de noche me duró dos primaveras.
Fueron
años felices y veloces, en los que creo gocé de un enchufe muy especial
con el becario celeste de turno. Mis deseos se cumplían al instante,
sin retardatarios trámites ni instancias.
En
abril nos mudamos a la casa de mis sueños, con chimenea, bañera y
jardín. Para más colmo, gratis. Una década atrás, su madre había
abandonado la casa y a su compañero sentimental dentro de ella, para
refugiarse en el amor de otro hombre. El amante despechado y alcohólico
desató su furia y saña contra la pobre casa, haciendo añicos de todo lo
que ella no había podido llevarse consigo.
Hasta
junio estuvimos limpiando los escombros de aquel desamor, deshaciendo
sus estragos. Cambiamos las moquetas desvaídas, pintamos las paredes,
colgamos cortinas, llenamos el baño de velas y la cocina de plantas.
Cuando ya teníamos hecho el nido, entró por la puerta una gata oronda y
lustrosa, la “Gordi”, y se nos acomodó para siempre en el sofá.
Dejamos el jardín a la mano de Dios y se nos llenó de margaritas silvestres. Bautizamos aquella época de nuestras vidas como “the daisy days” (los días de margaritas), con la tácita certeza de que una dicha semejante no se podría contar en años sino en días.
No
sólo fui feliz sino que aprendí mucho durante mis días de margaritas.
Aprendí que no tiene más tiempo aquél que luce reloj más caro, que más
es menos y menos más, que para viajar basta una bicicleta, que el sol
sólo sale para quien sabe celebrarlo y que la casa siempre puede
barrerse más tarde.
Una
tarde de noviembre, el horizonte se cubrió de nubarrones negros,
anuncio de borrasca. La noticia se desplomó sobre mi vida como un
aluvión imprevisto. Se iba. Esta vez, con un billete de ida simple.
Había llegado la hora del adiós, del no eres tú sino yo, del no te
merezco y del será mejor así.
Yo
me avecinaba al umbral de la treintena y necesitaba un hombre que me
ofreciera seguridades y certezas. Él tenía veinte años y soñaba con
recorrer el mundo, libre de ataduras y responsabilidades. Allá iba
nuestra carta a los Reyes Magos. Para mí, un matrimonio feliz y con
hijos. Para él, una mochila y unas botas trotamundos.
Y
aquí fue cuando en la centralita celeste se produjo el cortocircuito,
el chisporroteo y el cruce de cables. Quién nos ha visto y quién nos ve,
diez años más tarde de aquella primera cita:
Él, casado, con una niña de dos añitos y otra, a tres semanas de nacer.
Yo,
errabunda, apenas regresada de un año de viaje por Asia y Oceanía. En
el bolsillo, un billete para Colombia y en la agenda, otro para la
India.
La vida
está llena de ironías. El fin de semana pasado fui a visitarle y vi con
qué maestría una mujercita de dos años manejaba todos los hilos del
rebelde indomable y con cuánto beneplácito se rendía éste.
.
Fue entonces, movida por sus sonrisas, cuando decidí romper mi carta de reclamaciones.
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Nota para Gavin: por favor, sigue enviando noticias y alguna que otra foto de mi vida ex futura. Yo prometo mandar postales.
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