Acostumbrada a cruzar fronteras sin más protocolo que el de rellenar un formulario, aflojar unos dólares y, en el peor de los casos, pegarse un buen madrugón para ponerse al final de una fila, nunca se me pasó por la cabeza que, llegado mi turno, mi espera puediese culminar en un no rotundo y un "vuélvase de patitas a su casa, señorita".
Ésta es sin embargo la realidad de muchos colombianos a la hora de solicitar un visado para viajar a otros países, en especial a Estados Unidos y España.
Ahora mismo, Juan Pablo está tratando de conseguir un visado para que su enfermera pueda acompañarle a Estados Unidos dentro de unos meses. Este verano pasará un par de semanas en Boston, donde ha conseguido una beca de estudios para la ilustrísima Universidad de Harvard. Y en septiembre le tocará volver a pisar tierra yanqui, transitando hacia China, para acudir a los Juegos Paralímpicos de Beijing.
Vosotros, al igual que yo, pensaréis que conseguir este visado será pan comido, más aún considerando todas las circunstancias del caso. Pues no. Ésta no es la primera vez que tratan de conseguirle un visado a la enfermera y, por ahora, la respuesta siempre ha sido negativa.
Y eso no es todo, esperad a que os cuente cómo funcionan las cosas en la embajada de George.
El primer paso es agenciarse la información, para lo que no basta con una simple llamada telefónica. Para comunicarse con la embajada americana, uno tiene primero que agenciarse un "PIN". Estos están a la venta en bancos por 35.000 pesos (unos 12 euros), para quince minutos de conferencia.
El segundo paso es llamar y esperar a que un funcionario mejicano agringado esté disponible para atender el teléfono, lo que puede llevar horas. Cuando por fin se da el mágico cruce de voces, el funcionario le recuerda a uno que sólo dispone de quince minutos, con lo que se le recomienda ir directo al grano. El amable funcionario volverá a recordarle el tiempo disponible cada cinco minutos y, en el último tercio de la llamada, cada sesenta segundos: "Si tiene usted alguna pregunta, hágala ahora, pero le recuerdo que sólo le queda un minuto... pip pip pip piiiip".
El tercer paso es volver al banco y comprarse otro PIN, porque quince minutos no fueron suficientes para desenmarañar todos los enredos de la burocracia norteamericana. Después toca esperar 24 horas, que es lo que tarda en activarse el PIN y, por fin, volver a esperar a que un simpático funcionario se ponga al auricular.
Cuarto, quinto o sexto paso, que ya una pierde la cuenta: cuando por fin se dispone de toda la información y se han agenciado las pertinentes fotografías, documentos y cartas, toca concertar una entrevista personal con el funcionario. Por 250.000 pesos (88 euros), la embajada americana está dispuesta a recibirle a uno. Para poner las cosas en perspectiva, baste con decir que el sueldo mínimo interprofesional colombiano roza los 350.000 pesos.
Llega el día y la hora de la cita concertada y uno ha salido de su casa con la raya bien hecha, los zapatos relucientes y el vestido de domingo. Tras varias horas de desespero en la fila serpentina, por fin le toca a uno el ansiado y temido cara a cara. El mejicano agringado ojea la documentación, hace recuento de fotos, fija su cansina mirada sobre una de ellas para luego alzarla y escrutarle a uno el rostro, buscando semejanzas entre el semblante sonriente de papel glasé y el careto sudoroso que aguarda su veredicto tras la ventanilla.
Cuatro preguntas y un chequeo rápido, que básicamente consiste en constatar si uno es "mono" o "mona" (léase rubio o rubia), que así es como a simple vista se distinguen las personas honradas de los narcotraficantes y terroristas.
En el 80% de los casos, el proceso termina con un triste paseo de vuelta a casa, soñando con que algún día crezcan setas en el desierto de Atacama y una enfermera colombiana sea bienvenida en los Estados Unidos de América.
Nota: me cuentan que para sacarse un visado a España, la cosa también está complicada, pero el proceso es menos despiadado. Por lo menos, nosotros no nos sacamos un dineral a costa de tantas ilusiones rotas. Por fortuna, se nos pasó la avaricia y ya no nos llevamos ni el oro, ni la plata.
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