“Ambos estaban intimidados, sin entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban el uno frente al otro a tan corta distancia y con bastante tiempo para verse con serenidad después de medio siglo, y ambos se habían visto como eran: dos ancianos acechados por la muerte, sin nada en común, aparte del recuerdo de un pasado efímero que ya no era de ellos sino de dos jóvenes desaparecidos que habrían podido ser sus nietos”.
Cumplí con mi promesa de llamarla. Su voz me llegó algo más tenue que de costumbre, apenas si se imponía al barullo televisivo de fondo. Afiné el oído, buscando en vano un susurro, tos, carraspera o respiración que delatara la presencia del novio restituido.
“No está” – dijo ella – “Se quedó en el pueblo, en su casa de solterón consumado, que es donde vivió siempre, con su difunta madre que en paz descanse, y que ni siquiera es suya, sino que es casa de arriendo”. Y añadió – “Cada uno en casa suya, mucho mejor; que yo en mi casina hago y deshago lo que quiero y sobre mí ya no manda nadie”.
Escuché la retahíla de justificaciones mientras me preguntaba qué podría haber pasado. Qué mosca le habría picado a su fiel “Florentino” para que a última hora se le aflojasen el ímpetu y la bravura. Qué desbarató esta oportunidad postrera del destino. Qué mal viento tiró abajo su castillito de naipes, si ráfaga de un penúltimo desaire o soplo sumiso de cordura senil.
Tal vez hayan decidido no romper su rutina de tácitas citas, y continuar amándose dentro de su círculo perfecto de llamadas dadas y recibidas, cada jueves, a las dos de la tarde.
Tal vez hayan preferido poner su ilusión en cuarentena, para resguardarla del veneno agridulce de la convivencia. Porque rozando los ochenta, tal vez no convenga arriesgar la vida a su peor final, que no es morir, sino sobrevivirle al amor una vez más.
Después de todo, puede que tengan razón.
(Escrito ayer, en un momento celeste, a medio camino entre Barajas y El Dorado)
“No está” – dijo ella – “Se quedó en el pueblo, en su casa de solterón consumado, que es donde vivió siempre, con su difunta madre que en paz descanse, y que ni siquiera es suya, sino que es casa de arriendo”. Y añadió – “Cada uno en casa suya, mucho mejor; que yo en mi casina hago y deshago lo que quiero y sobre mí ya no manda nadie”.
Escuché la retahíla de justificaciones mientras me preguntaba qué podría haber pasado. Qué mosca le habría picado a su fiel “Florentino” para que a última hora se le aflojasen el ímpetu y la bravura. Qué desbarató esta oportunidad postrera del destino. Qué mal viento tiró abajo su castillito de naipes, si ráfaga de un penúltimo desaire o soplo sumiso de cordura senil.
Tal vez hayan decidido no romper su rutina de tácitas citas, y continuar amándose dentro de su círculo perfecto de llamadas dadas y recibidas, cada jueves, a las dos de la tarde.
Tal vez hayan preferido poner su ilusión en cuarentena, para resguardarla del veneno agridulce de la convivencia. Porque rozando los ochenta, tal vez no convenga arriesgar la vida a su peor final, que no es morir, sino sobrevivirle al amor una vez más.
Después de todo, puede que tengan razón.
(Escrito ayer, en un momento celeste, a medio camino entre Barajas y El Dorado)
1 comentario:
Te leo con un nudo en la garganta y el corazón en un hueco humilde.
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